Page 87 - Yo quiero ser como ellos
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La utopía socialista era posible y se erigía entre bloqueo y
            huracanes. La figura del guerrillero heroico todavía no era mito,
            sino real encarnación en jóvenes barbudos que bajaron de la
            sierra. El verbo de Ernesto Che Guevara se hacía tricontinental
            y sus discursos se leían en voz alta, como poemas al viento.
            Cuando él sintió bajo sus talones el costillar de Rocinante,
            ya  legiones  de  muchachos  seguían  sus  pasos  y  sus  sueños  de
            Quijote latinoamericano. De este lado, estaban dadas lo que los
            libros de marxismo definían como condiciones objetivas: un
            país subdesarrollado, dependiente, neocolonial, saqueada su
            única riqueza por la explotación transnacional. No hablemos
            de indicadores sociales en términos de desigualdad, hambre,
            insalubridad, desnutrición y muerte. La revolución de la fantasía
            de 1958 fue eso, una fantasía, un relevo de máscara.

                 La juventud venezolana se marchó a las montañas y estalló
            la guerra de guerrillas. La poesía, la literatura en general, se
            convirtió en un fusil airado. La chispa incendió la pradera de las
            letras. A la par de la creación, el debate acerca del compromiso
            intelectual  copaba todos  los espacios.  No comprometerse,  se
            decía, era ya una forma de compromiso. Quizás era un tópico de la
            época, visto en la distancia. Para algunos, un chantaje heredado del
            realismo socialista. En tiempos de guerra, los extremos no hacen
            concesiones y no permiten los matices. Víctor Valera Mora no se
            dejó llevar por debates ni trampas. Cuando estallaron los primeros
            niples, los de pólvora y los de tinta y papel, ya él había lanzado su
            Canción del soldado justo. Su poesía y su ser, su cantar y su vida,
            eran una y la misma cosa, indivisible. Pocos escritores, en su vivir
            y hasta en su vestir, se parecen tanto a sus escritos.

                 «Ético es el paso del poeta en la tierra», escribió en Oficio de
            poeta, uno de sus 70 poemas stalinistas, último libro que publicara
            en vida. El verso resume su concepción de la poesía y, en su caso,
            uno de los rasgos de su ars poética. La vieja e inagotada polémica
            entre ética y estética no era dicotomía que entrampara al escritor.
            Ya lo afirmaba y confirmaba cuando anteponía la muerte de un



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