Page 163 - Yo quiero ser como ellos
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que ver con el tiempo. Con el Gran tiempo. Un invento de los
            hombres sin siempre ni jamás. 

                        Teresa Coraspe, poetisa y directora de un suplemento
            cultural en Ciudad Bolívar, me contó que un desconocido lanzaba
            piedras al jardín de su caza y huía. En cada piedra iba atado un
            poema. Extrañada, con sus amigos y amigas decidió darle caza al
            anónimo oferente de poesía disparada con guijarros. Le cerraron la
            calle y, al verse cercado,  con una bella carcajada se entregó. Llevaba
            un viejo cuaderno y un poemario titulado Alector y Betilde. Allí
            descubrieron el nombre del autor: Pedro Luis Hernández. Eran los
            tiempos en que se había internado en las selvas guayanesas, en un
            pueblito lejano, más allá de La Paragua, a fungir de maestro de
            todos los grados y a repartir su exiguo sueldo entre las  madres
            de sus alumnos. Para cobrar viajaba hasta Ciudad Bolívar y
            aprovechaba, de regreso,  para lanzarle sus poemas a otra poeta a
            la que no  conocía: Teresa. Y Teresa, en el suplemento que dirigía,
            publicaba los poemas del desconocido.

                         Antonio Vale (y vate), amigo común,  me releva de
            presentarlo, entre la rokola de Quebrada de Cuevas y el mostrador
            aparatoso de Manuel Materán, en la Valera de otros tiempos:


                      ¿Quiénes sino nosotros para tejer amores atormentados o
            para oponerle al horario de los burócratas los mejores tiempos del
            ocio y la subversión? Poesía, política, amores y crónicas, cine y música
            elaborada o popular, Cantinflas o Rimbaud, todo eso y  mucho más
            en un contexto donde había desprendimiento romántico, a fínales de
            los 60, en los 70 y los 80, cuando además había que asaltar el cielo
            con  un tesón a prueba de cabriolas y lamirada transparente de un
            poeta llamado Pedro Luis. Ahora lo comprendo todo: era demasiado
            sensible a la palabra. Se alimentaba de ella y fue por eso que no pudo
            seguir con nosotros, porque sufrió el mismo vértigo de uno de sus
            personajes más caros.


                      “Respiramos por el corazón”, me escribiste en un momento
            arduo de mi vida y me invitabas, en aquellos agrios días de hospital



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