Page 104 - Yo quiero ser como ellos
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voluntad unida al deseo de aprender y conocer es una de las
cualidades de aquel niño campesino que un buen día decidió y
se arriesgó a volar. A volar alto. Y lejos, muy lejos.
No siguió el camino de sus hermanos y el de los muchachos
de su pueblo cuando empezaban a dejar la adolescencia. A estos
los atraía un olor muy ligado a la historia contemporánea de
Venezuela, el del petróleo. Era el olor, en un sentido material,
del progreso. Entonces, desde aquel desierto, se lanzaban a la
conquista del nuevo Dorado, ese que brotaba de las entrañas del
Lago de Maracaibo. El joven Alirio tenía otros sueños. Había
leído en los periódicos y sabía de un pueblo donde había libros,
bibliotecas y se hablaba de cultura y poesía. Tenía 16 años y
apenas el tercer grado. De su abuelo había heredado, entre
otros, dos libros que todavía conserva: el Método de guitarra
de Fernando Carulli y la Divina Comedia, de Dante Alighieri.
“Siendo, pues, un niño –le confiesa a Milagros Socorro– yo
recitaba tercetos de la Divina Comedia y del Marqués de Santillana,
eso me sostenía, calmaba mi inmensa necesidad de formación y
cultura, ahogada en aquel lugar carente de estímulos... hasta que
tuve 16 años y salí huyendo del hogar paterno y de la dureza del
trabajo en el campo”.
Quien en plena niñez recite tercetos de la Divina
Comedia, nada tiene que buscar en un pozo petrolero. Por
eso aquel jovencito, al oír el canto de los gallos una madrugada,
tomó sus aperos y en lugar de coger el camino que conducía al
Zulia, enfiló sus pasos hacia Carora, ciudad de libros, de poetas
y soñadores. Caminó 30 duros kilómetros que sus alpargatas
resintieron con una mochila llena de sueños y vacía de dinero,
sin un centavo. Allí encontró a un maestro de excepción, un
forjador de juventudes, a ese caroreño universal, como lo define
nuestro amigo Juan Páez Ávila, llamado Chío Zubillaga. De
Carora a Trujillo, de Trujillo a Caracas y de Caracas al mundo
y a los cinco continentes.
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