Page 527 - Sencillamente Aquiles
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aquiles nazoa
haber oído algo, cuando en ese momento cercano al me-
diodía se sugerían en la distancia sonidos que podían ser
o no ser de remotas campanitas, entonces elegía cada uno
siete piedritas de las más lavadas por la corriente. Cada
cual, después de contemplarlas y sopesarlas, se las echaba
al bolsillo o las conservaba apuñadas en la mano y la mu-
chachada volvía jubilosa al pueblo, a los gritos de: «¡Aleluya,
Aleluya, ya cada cual cogió la suya!».
Mas, siempre era para comprobar, llegada la noche
de diciembre, que toda ilusión, acrecida en casi un año de
espera, había parado en nada.
Sea porque se les habían adelantado las campanas,
sea porque se les hubieran quedado atrás, lo cierto es que
nunca llegaba a cumplírseles el milagro de las piedritas.
De los niños que aquella Nochebuena levantaron su al-
mohada para encontrarse con que las piedritas blancas no
se habían convertido en centavos, la más golpeada por el
desengaño fue, quizá, la niña que protagoniza esta historia.
Como todas las niñas de los cuentos tristes, ella era
bonita, huérfana y buena, y tenía una madrastra cruel.
Vivían en la última casita del pueblo, una casita tirada
como una semilla perdida en la mitad de la sabana. Pero
no era una fea casita, pese a que en ella se hacía sufrir a
una pobre niña. Parecía una casita pintada en un cuaderno
cuando uno está en segundo grado y tiene una caja de cre-
yones. Era tal vez la única que en la región podía darse el
lujo de tener flores, flores de esas que uno le pinta a la ca-
sita que ha dibujado en el cuaderno, cuando uno está en
segundo grado y tiene una caja de creyones y se le ocurre
pintar una casita que tenga flores.
Aunque dicho sea en honor de la verdad, la casita no
tenía aquellas flores por adorno sino porque la terrible
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