Page 526 - Sencillamente Aquiles
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sencillamente aquiles
tampoco ellos, los viejos, habían conocido el milagro, a no
ser, quizá, que lo hubiesen visto en otras comarcas.
Y es que en el pueblo de nuestro cuento todo parecía
dispuesto para que los niños no conocieran nunca esta ale-
gría. Las treinta o cuarenta casas que formaban el vecin-
dario se levantaban sobre un suelo de tierra grisácea, tan
fina que parecía cernida, toda lodazales en el invierno,
toda remolinos de polvo en el verano: tierra flotante de
médanos, siempre a merced del viento, y en donde hallar
una piedra, por pequeña que fuese, era tan difícil como en-
contrarse un anillo de oro en el baúl de alguno de aquellos
pobrísimos vecinos.
Había, sí, a alguna distancia en las afueras, y como
compensación de tanta aridez y polvo seco, un río que
daba de beber a las cercanas vegas; un río generoso y bo-
nito que no se sabía de dónde venía ni para dónde iba,
siempre concurrido de arrieros que iban a bañar sus mulas,
o de bulliciosas lavanderas que batían sus trapos contra
grandes piedras, y, algunos días, de sacadores de arena
cuyas carretas proveían a las escasísimas albañilerías de
por aquellos lugares.
El Sábado de Gloria, desde muy en la mañana, los
niños del pueblo tomaban el camino del río, y una vez
junto a él después de larga caminata, se repartían por las
zonas más arenosas de la ribera, a fin de tener asegurada su
provisión de piedrecitas para cuando llegara el momento
de recogerlas.
Pero nunca acertaban con el momento justo, pues es-
taban entonces tan distantes del pueblo, y era tan envol-
vente el rumor del agua, que ni el más fino de los oídos
alcanzaba a escuchar las campanas. Inseguros, con la vaga
angustia de la incertidumbre, afirmándose unos a otros
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