Page 227 - Sencillamente Aquiles
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aquiles nazoa
hombre ha despertado como ese momento de la mañana
en que las ventanas de su casa se abren hacia el nuevo día.
Parece demasiado subjetivo afirmar que las casas nos ven
por sus ventanas y que hasta cada tipo, cada categoría de
ventana tiene una manera particular de mirarnos que nos
permite adivinar, lo mismo que en los ojos del hombre, el
alma que por ellas se expresa. Hay la casona señorial de la
arquitectura clásica hispanoamericana, esa mansión de es-
tirpe colonial donde el tiempo se quedó como arreman-
sado, cuyas ventanas de severo empaque, pero polvosas,
cariadas por la erosión de los años, nos sugieren en la de-
rrota de sus jambas, en el vencimiento de sus maderas y en
el pedazo de cristal apagado por el que se adivina un jirón
del desteñido cortinaje, la altivez de ese ceño que se frunce
en una expresión reunida de dignidad venida a menos y de
incurable miopía.
Hay la mirada de dulzura, de proletaria simplicidad y
calor humano con que llama a nuestro corazón la ventana
de arrabal, la que delata en el decorativismo elemental de
su enrejado, de su cortinita zancona y poblada de flores, el
mirar casi infantil de esa muchacha de rostro recién pintado
que esta noche vendrá a enmarcar en ella sus ensoñaciones
o sus esperanzas.
Y hay la mirada fría, la mirada apática e impersonal
que nos dispara el rascacielo, en su condición de técnico
del espacio, desde esas ventanas ajenas a toda pasión, a
toda filiación sentimental, donde los vidrios demasiado
limpios, los ángulos demasiado rectos, evocan esa neutra-
lidad de espíritu que les otorga a los ojos humanos el empleo
de anteojos sin montura.
Y si las ventanas pueden asimilarse tan fácilmente a
la función visiva, ¿con cuál relacionar la de sus cercanísimas
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