Page 388 - Lectura Común
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La lectura común                                Escrito sobre el aire
              Los mosquiteros permanecen tendidos con sus bocas anudadas.
              Desde antes de que asome el día, los llaneros han salido a reunir
              el ganado disperso en el océano vegetal. En estas tierras de vera-
              neo pastan indistintamente. Los picadores de los distintos hatos
              apuran sus caballos para conducir la hacienda a la paradura, el
              lampo propicio donde se formará el rodeo. Barajustes, mandado-
              res, gritos, mugidos, truenos, destruyen la soledad, desbaratan el
              silencio. La enorme rueda de cuernos trata de romper su cerco.
              Los llaneros les oponen los pechos de sus cabalgaduras y suenan
              los mandadores y los chaparros para imperdírselo. Uno a uno o
              por grupos comienzan a separar las reses atendiendo al hierro de
              sus dueños. Alzan sus cuellos, adivinan la proximidad del dilu-
              vio y se dejan conducir hacia las sabanas altas, no sin alborotar
              sus bríos, su fortalecida reciedumbre. Los golpes del mandador
              gobiernan su salida del rodeo rumbo a los callejones vecinos en
              cuyo extremo se juntan con las de su mismo hierro. El callejón
              facilita la práctica del coleo, esa pasión pastoril de la Colonia, esa   [ 387 ]
              pericia del derribo que en las mangas de coleo nominan “colear
              de a peacito”. El tiempo declina. Comienza el arreo hasta los
              corrales de la majada, siguiendo la fila de las cercas. Una cente-
              lla chamusca un bosque de palmeras vecinas y la deflagración
              empurpura las alambradas. No pocos caballos acusan un andar
              vacilante, los belfos y los ijares ensagrentados. El tabardillo echa
              por tierra a un ruso mosquiao flaco. Para sustraerlo de la muerte
              ha de sangrarse. Ya se ensombrece el día, ya es última luz. Dos
              o tres llaneros han ido a enlazar al toro cimarrón, que ha ido a
              buscar fortaleza en una ceja de monte. Viéndolos bregar con esa
              furia enserada, mi memoria se regresó al llano de antes, al “ay,
              llano cuando era llano”, con que se lamenta José Romero, al de
              “me da lástima nombrarte” del Carrao de Palmarito. En las leju-
              ras del Apure de los años veinte, el muchacho que fuera Antonio
              José Torrealba, el informador de Rómulo Gallegos, becerrero,
              peón sabanero y maestro de escuela, describe en su Diario de un
              llanero, “la biblia del llano”, ese momento del bravío oficio de la






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