Page 393 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
                  Llovía de nuevo cuando el encargado despertó a los venci-
               dos. Las sabanas de Calabozo tardaban aún dos días más de viaje.
               Otros caños esperaban por nosotros, por fortuna menos broncos
               que Caño el Diablo. En lo más perdido, bien distante, se avistaba
               el hato Tablantico, el último sesteo de la vaquería. La comitiva
               hubo de pisar suelo asfaltado, enfrentar el tráfago de automóvi-
               les y reunir al ganado disperso en los taludes. Tablantico, nido
               de serpientes, antro del murciélago y patrimonio del ripial. Su
               noche es del zancudo y la pavita de la mala suerte. Nunca se llega
               a sus corrales, nunca se vuelve al camino real: la casa y su majada
               quedan sobre el espinazo mismo de lo inalcanzable. Cuando los
               nómadas enfilan hacia “Mapurite” calla el cabrestero su copla y
               silba un golpe de un gabán. Ya vislumbra el final de un camino que
               se fue de los tranqueros y no se detuvo jamás, porque la trashu-
               mancia prosigue en el espíritu, empuja a irse una y otra vez donde
             [ 392 ] lo aguarda el confín, el del llano, el del cielo, la tierra del infinito
               de arriba, del infinito de caído y de sí mismo. Ya se acerca la cara-
               vana, la casa del hato vuelve a vivir, la majada y los potreros aguar-
               dan a la vacada y a la madrina de caballos. Los hombres, tallados
               por la fatiga, tienen tiempo para tararear canciones. A pesar de la
               rudeza que han soportado, los gana la nostalgia de la vaquería del
               verano y la siguiente, ésta y la misma, en la lejanía que va y viene.
               La última entra al corral de la majada. Un muchacho asegura los
               palos del tranquero. Huele a carne en brasas. El llanero de nuestra
               historia apura el paso llano de su caballo herido por la silla y por
               la espuela, pero con el ojo vivo y el brío de su raza. Ahí llega y oigo
               al poeta Enrique Mujica, el de Acento de cabalgadura leerle un
               poema de su libro Vaquería,

                  Al paso claro de su caballo manso
                  la boca abierta de los campos.

                  Ventana afuera en las ancas.







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