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Luis Alberto Crespo
               propietario de una vasta geografía al que da nombre de ayamanes,
               cuyos desmesurados límites abarcaban lo que hoy la cartografía
               designa el norte de Bobare, el hasta más allá del río Tocuyo, un
               flanco del sur de Falcón, el Municipio Torres y las playas de arcilla
               caroreña. A los ayamanes pertenecía entonces un país con perfiles
               de desierto, montañas, selvas, pie de montes y ríos. Su lengua fue
               asolada —como no pocas del centenar que se hablaba en el territo-
               rio de la Capitanía General de Venezuela— por el repartimiento y
               la encomienda, esto es, por el conquistador y el misionero.
                  Eran vecinos —con inconstantes vínculos y frágil entendi-
               miento— de los ajaguas, los gayones, los caquetíos y los jirajaras,
               pobladores como ellos del Municipio Iribarren.
                  A más del Welser de pies de polvo y espina, dieron fe de su
               sobrevivencia algunos estudiosos de nuestros pueblos originarios
               antes de que Ramón Querales, el poeta de “Aguas negras”, cro-
             [ 394 ] nista del Municipio Iribarren y oriundo de Matarere, el villorrio
               que fuera territorio ayamán, se diera por entero a averiguar acerca
               de sus ancestros y de una lengua perdida que aún se escuchaba en
               las postrimerías del siglo XIX y los albores del presente milenio
                  Atento al fervor de Querales en exhumar las voces y el gentili-
               cio ayamán frecuenté meses atrás su Glosario de voces indígenas y
               etnias prehispánicas del estado Lara y a poco transité las páginas
               de su libro El ayamán (Ensayo de reconstrucción de un idioma
               indígena venezolano), editado por Concultura, la Alcaldía de Iri-
               barren y el Gobierno Bolivariano del Estado Lara.
                  Su autor determinó remontar de nuevo las fuentes históri-
               cas y lingüísticas de los ayamanes. Sé que en ello ha mortificado
               su paciencia de historiador, como lo prueban las doscientos cin-
               cuenta y un páginas del citado libro, salvando espinares y mato-
               rrales de infolios, abriéndose paso por empedrados y hojarascas
               de bibliotecas y salas de lectura, ganoso de organizar la caótica
               información que se tiene de los lejanos pobladores del fragoso
               paisaje larense y falconiano.








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