Page 386 - Lectura Común
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La lectura común                                Escrito sobre el aire
              endurecida hacen el resto. Un novillo rompe la fila. Se desordena
              la marcha. Le siguen otros, dejan un escombro de polvo y tallos
              secos. Los jinetes se lanzan a su alcance. La amenaza de estam-
              pida es reprimida con voces, mandadores y maña. Y otra vez el
              gran afuera enfrente y remoto. De Grecia, aquí, en el ojo rojo del
              desierto, me viene el recuerdo de Aristóteles. Súbito, en el cen-
              tro mismo de lo rudo y lo íngrimo, oigo su voz, como si el filósofo
              rozara los ijares de mi caballo. Desde lo antiguo me habla con fra-
              ses de griega llanería. Lo releo en el espíritu, perplejo, cuando me
              dice: “Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos
              diversos sus modos de existencia (…), son nómadas (…), se ali-
              mentan de la carne de los animales que crían. Sólo que, viéndose
              precisados sus ganados a mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es
              como si cultivaran un campo vivo”. ¿Qué hace el gran griego en
              estas soledades? ¿Cómo tuvo noticia de nuestro deambular?
                  “El campo vivo” aristotélico prosigue su destino trashumante
              Venezuela adentro. Ha traspasado los límites invisibles del llano   [ 385 ]
              cojedeño. Son las doce de otro sol y otro desierto, pero en el con-
              fín divísase un horizonte verde, los montes oscuros de las orillas
              de los caños y del río. En el umbral de los paisajes comienzan a
              escasear los chaparrales, los árboles del semidesierto, la escasa
              sombra que libran de la insolación y del largo abismo. El ganado
              huele su exuberancia, se agita, apura el paso, vigilado con celo por
              los arriadores. Antes de que anochezca ganarán los potreros y la
              majada, la casa y su alero, el reposo del guerrero. Esperan la que-
              sera de verano, el pastoreo, la fajina del amanse, el arriendo de los
              potros, el ojeo. La vida no tardará en avivar los corrales, en saciar
              el hambre que agostó los porsiacasos, prosperará la res con la cría
              de los becerros, se colmarán los baldes del ordeño, las lagunas y
              los bajíos de agua clara gozarán del ventalle de las palmeras y de
              los árboles, se escuchará la pajarería cantora y lamentosa. Y así
              hasta que truene en el llano celeste y hasta que el nuberío oscu-
              rezca el llano terrestre. Volverán la llovizna y el chubasco de abril.
              El araguaney, el cañafístolo, el vistoso nazareno de pétalo lila, el






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