Page 385 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
               dice el sausé, el pájaro ventrílocuo, lo advierte la guacaba, el ave
               fatal). Las garzas, en el garcero cercano, luchan en los ramajes
               por el cobijo deleitable. La carama donde se posan cúbrese de una
               emplumada fronda blanca. Al fondo de la casa la cocina huele a
               carne asada, hierve el agua para las pastas. Si hay avío suficiente,
               el anfitrión del hato, de costumbre un llanero mudado a coci-
               nero por los achaques de la edad, amasa la harina de la arepa o
               se libra de la diligencia cediéndosela a la mujer. Es noche plena,
               noche estrellada. Habrá menguante, el paso de luna propicio para
               la doma, la educación de la boca del potro, la poda y el corte de
               la madera. En el cielo cunde el verano celeste. En la tierra el de la
               sabana. Las voces de los hombres comienzan a ralear. La fatiga los
               vence. La plaga veranera es menos tormentosa que la del invierno,
               que es casi carnicera.


                  El tiempo a paso de uña
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                  El amanecer se asoma, el albor es su presentimiento. No tarda,
               dice el gallo de esa hora, lo asegura la paraulata, el perro lejos y
               cerca. Los llaneros se aprestan a continuar la derrota hacia las
               sabanas de abajo, de pasto graso, criado por el invierno durante
               los meses de centella y trueno. Ya andan remontados y aún es
               oscuro en las dos llanuras. De nuevo se organiza la caravana, de
               nuevo se alarga el camino, que es a la más de las veces trocha o
               sendero. Vuelve a oírse el ooh de los arriadores, los cabresteros
               apaciguan con sus silbos y sus coplas a las reses que ya adivinan el
               aroma verde del goce que no tarda. Antes, mucho antes, hay que
               pisar terroneras de filo de navaja, el ripio ardiente, el lomo coriá-
               ceo de lo liso y el castigo de la luz que desde hace poco quema
               encima y en uno. El tiempo dura con desesperante demora con el
               paso de los animales; apenas avanza, se atrasa en los matorrales
               de punza traidora, en el resplandor del aire abrasado, en el tedio
               del paisaje inalterable, igual y lejos. La carretera negra duele en los
               cascos y en las pezuñas; el camino pedregoso y el trillo de arcilla






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