Page 383 - Lectura Común
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Luis Alberto Crespo
               del fuste, con la comida frugal para el momento del sesteo o para
               calmar el acoso del hambre del errante. La tripulación entera,
               como llámase la comitiva ecuestre en el decir del llano, dispone
               de los mismos aparejos. Atrás, en la culata, el encargado vigila y
               dirige con un grupo de jinetes. Atiende con ojo zahorí y con sen-
               tencias casi siempre airadas la marcha lenta de las reses. Y bien
               que la lluvia se ha ido lejos dando paso al gran azul ventoso y des-
               nudo, ninguno olvida la cobija o el caucho, no vaya a ser que se
               precipite sobre ellos, al hundirse en el horizonte, el chaparrón, el
               intempestivo chubasco.
                  Allá van, bajo un sol crudo, entre polvo y espina. La lejanía
               que ahora habitan, es sinfín tembloroso, perfil de cuernos y cabe-
               zas. Desde las casas del hato, se escuchan las voces humanas, uno
               que otro ohhh, ohhh, de los pastores a guisa de amansamiento
               vocal al que atiende sumisa la hacienda, que así se nombraba al
             [ 382 ] ganado en los tiempos del llano viejo. Gime la tórtola, clama la
               soisola, braman las vacas llamando a sus becerros. Como la
               sequía ha sido tenaz, sus carnes flaquean. A medida que la cara-
               vana se adentra en los bajíos o bordea el pasto verdecido de los
               arrozales y los canales de riego, los animales detienen su paso
               para mordisquear esa delicia que les mezquina la tierra yerma.
               Apenas es el inicio de un camino sin término con el lomo fijo de
               lo interminable adelante, entre las orejas de los caballos y bajo el
               filo del sombrero. El sudor vuélvese llovizna sobre las frentes. El
               tedio arrecia, pero nadie descansa, nadie se distrae, la mirada no
               se aparta de la multitud bramadora. Los caballos de remuda y los
               potros recién domados, las yeguas y sus crías, se confunden con
               el ordenado caos de cuernos y pezuñas. La sabana engaña. Su fin-
               gido suelo caído ondula, múdase a bancos, a medanal, a cascajo,
               gira, muévese hacia los bajumales, se oculta entre las matas, esas
               islas vegetales que interrumpen lo fijo tendido, lo ilímite, la con-
               junción del aire y el polvo, el juntamiento de las dos lumbraradas,
               la del verano del espacio y del mundo. Otrora, cuando las cercas
               no achicaban la nada terrestre, los caravaneros partían sin mayor






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