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ble teóricamente, es muy difícil de respetar en el hecho. La enseñan-
            za oficial debe ser neutra precisamente porque la enseñanza privada
            no lo es. Pero la neutralidad no puede ser obtenida sino al precio de
            una probidad moral escrupulosa y a veces de una gran abnegación
            intelectual. Para ello es preciso el tacto que evita herir las creencias y
            la autoridad que rechaza sacrificar la verdad”.
               Como se ve, niega al Estado lo que a los particulares se conce-
            de, pero en el fondo lo que existe es una falacia, que ha sido ataca-
            da porque conspira contra la unidad de la nación permitiendo una
            doble moral y más que todo una contrapuesta forma de ciudadanía.
            Ya lo advertía Renan en 1878: “Se harán dos Francias, no solamen-
            te con opiniones diferentes (esto sería de poca importancia), sino
            educaciones diferentes, glorias diferentes, recuerdos diferentes.
            Entre ellas, no es la discusión lo que se prepara, es la separación;
            ahora bien, la discusión es buena pues obliga a cada opinión a vigi-
            larse, a precisarse; la separación es mala, pues cada quién se hunde
            entonces en su sentimiento, sin diferencia para la parte de verdad
            que pueda encerrar la opinión de los demás” (cita de Burdeau).
            Pero las argumentaciones de Renan no eran para apoyar la neutra-
            lidad y la laicidad, tan calurosamente defendidas por Jules Ferri,
            ministro de Instrucción, quien de manera inteligente fijó al magis-
            terio y a la escuela pública en general, una manera de actuar para
            inculcar una moral común, sin herir la susceptibilidad de ningún
            credo. Decía Jules Ferri al establecer un deber para el instructor ins-
            pirarse en “las nociones esenciales de las moralidades humanas,
            comunes a todas las doctrinas y necesarias a todos los hombres
            civilizados. El (maestro) puede llenar esa misión sin tener perso-
            nalmente que adherirse ni oponerse a ninguna de las diversas cre-
            encias confesionales a las cuales sus discípulos asocian los princi-
            pios generales de la moral. El maestro, deberá evitar como una
            mala acción todo aquello que, en su lenguaje o en su actitud heriría


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