Page 15 - Yo quiero ser como ellos
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Para entender el barro de esa arquitectura, con amarras de
pescadores y tallas de albañiles indígenas, habrá que convocar
a todos los poetas del suelo americano. Los que les cantaron a
las noches aztecas y los que bajaron de Machu-Pichu hasta la
Patagonia; los de la Amazonia y la Orinoquia y los del Caribe y
las Antillas.
Don Simón Rodríguez fue a dar con sus huesos a la humilde
vivienda aventado por un naufragio. Abordó una insegura balsa
huyendo del acoso de un acreedor que lo acusaba por la quiebra
de una fábrica de velas. Y acosado también por todas las pobrezas
materiales. Allí, agonizante, le dijo al cura confesor que “no tenía
más religión que la que había jurado en el Monte Sacro con su
discípulo”.
La vieja casa lo vio, lo sintió morir el 28 de febrero de 1854.
Con César Vallejo, pudo haber dicho el Maestro: “Yo digo para mí:
por fin escapo al ruido; nadie me ve que voy a la nave sagrada”. Nave
que no es otra que la de su inmensa sabiduría.
La casa sigue allí, en Amotape, un pueblo cerca de Paita,
en el extremo norte del Perú. Casi siglo y medio la separa del
último suspiro del Robinson de América. De no ser por el candado
en la puerta, verdoso perro de bronce que no clausura el tiempo,
diríamos que adentro, en su cama de barro, el Maestro respira.
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