Page 14 - Yo quiero ser como ellos
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don Simón Rodríguez. Enseñaba divirtiendo, dijo Simón Bolívar.
Y en su vida cotidiana y política fue, para seguir usando el verbo
de Aquiles para los humoristas, “un hombre de actitud subversiva
frente al mundo, un hombre que no se resigna a vivir en la situación
que el destino le ha señalado, pero la ama tanto que tampoco puede
renunciar a ella y lo que hace es como irla destruyendo por medio
del amor”.
Por medio de su magisterio don Simón Rodríguez destruyó
lo viejo, e inventó para construir lo nuevo. Por eso lo llamaron loco
y respondió con amor y, sobre todo, con humor. Con ese humor
que lo emparenta en luminosa locura con un hidalgo perdido e
inmortalizado en un lugar de La Mancha.
La última posada del Maestro
La casa sigue allí. Casi siglo y medio la separa del último
hálito vital del Maestro de América, don Simón Rodríguez. Guarda
los secretos y pensamientos postreros del gran educador entre sus
paredes de bahareque y caña brava.
Su techo de dos aguas, liado con palma seca, desafía los
tiempos con imperturbable dignidad; esa dignidad de las cosas
humildes. La vieja puerta y la ventana resisten la intemperie, el
viento, el polvo, los días y las noches. La pared exterior se descascara
y dibuja mapas caprichosos; los croquis del universo mundo nada
extraños a un viajero impenitente y cosmopolita.
La casa sigue allí, en Amotape, un pueblo cerca de Paita, en
el extremo norte del Perú. De no ser por el candado en la puerta,
verdoso perro de bronce que no clausura el tiempo, diríamos que
adentro, en su cama de barro, el Maestro respira.
¿Cómo esa modesta y noble casa pudo contener tanto
pensamiento, tanto amor desbordado por la América hispana? O
dicho con Darío, “la América mestiza que aun cree en Jesucristo y
aun habla en español”.
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