Page 34 - Vida ejemplar de Simón Bolívar
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Vida ejemplar de Simón Bolívar

               su juventud. No se avergüenza de exhibirlas. Ni las juzga lunares
               de su grandeza. A la inversa de los hombres mediocres, pagados
               de una elevación que no merecen, comparte el aprecio del tesoro
               íntimo con las vidas modestas, nacidas, no para los grandes
               lienzos al óleo, sino para los tintes delicados de la acuarela.
                  ¡Si Bolívar hubiera tenido hijos! La historia los conocería. ¡La
               ternura del padre hubiera desbordado en documentos preciosos
               y nos habría dado los más íntimos secretos de su alma! Hemos
               perdido los caminos que nos hubieran revelado  la fuente del río,
               del gran río, corriente sobre masas de granito y de hierro, cargado
               de arenas de oro. Quizá la falta de padres y de hijos engendró
               su tristeza incurable. Quizá la ausencia de ese mundo, la de la
               esposa amada en la adolescencia, lo llevan a buscar en amores,
               no  amoríos, el espejo de ternura donde pudiera verse de alma
               entera el gran solitario. Quienes le han bautizado de don Juan,
               lo han injuriado. ¡Cuán lejos del vanidoso don Juan, del vacío
               donjuanesco, del soso tenorio el denso espíritu bolivaresco, el
               sincero impetuoso; cuya gloria y cuyo perfil cesáreo arrastran  a
               las mujeres! Bolívar, cambiante por sincero, se da íntegro en cada
               momento.
                  No tiene padres, Bolívar. No tiene esposa. Atrás quedaron sus
               tumbas en Caracas. El huérfano viudo ha corrido sobre el conti-
               nente, consagrado a su empresa. Su regreso a la tierra nativa en
               1827 no es solo el regreso material. Es más que un regreso simbó-
               lico. Es el retorno a las más queridas emociones de su infancia
               y de su adolescencia. Debieron de comprenderlo así quienes se
               esforzaron por ofrecerle agasajos familiares. El Libertador apro-
               vecha su estada en Caracas para pagar deudas de hijo y esposo.
               Como el más humilde ciudadano, llena las formalidades usuales
               para honrar la sepultura de sus muertos.
                  Caracas, sentada sobre sus ruinas gloriosas, le arranca las más
               punzantes notas de elegía. Cuando desde Bogotá  anuncia a Páez
               su viaje a Caracas, toma acentos de fervor irritado al proclamar
               su amor a la tierra nativa. Su carta es la del político que va a hacer
               el mayor sacrificio –el de su gloria– para salvar la obra de su vida.
               Es también la tristeza del hijo que ha estado lejos de la tierra
               madre, la “que ha compuesto su cuerpo y su alma de sus propios
               elementos”. Hay también la sospecha de que la tierra nativa vaya
               a cobrarle con despego o desvío su devoción por otras tierras.


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