Page 33 - Vida ejemplar de Simón Bolívar
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ORO SOBRE ACERO

               Contaba Simón Bolívar tres años de edad cuando murió su
            padre, don Juan Vicente Bolívar. Contaba nueve, cuando quedó sin
            madre. Su segunda infancia transcurrió bajo los cuidados cariñosos
            de parientes y tutores, pero no conoció la ternura vigilante de sabor
            inconfundible, don y secreto de los buenos padres.
               Todavía lejos de la mayoría, su juventud ansiosa de afectos se
            fijaba en Teresa del Toro. Apenas iniciado aquel amor con toda la
            idealidad de una adolescencia apasionada, cuando ya quiso hacer
            de Teresa su esposa. Las personas prudentes de la familia opusieron
            el reparo de la corta edad del pretendiente. Temían acaso, más que
            a la inexperiencia, a la versatilidad de la juventud. Se equivocaban,
            porque todavía no había sido puesto a prueba el temple de acero
            del carácter de Bolívar. El matrimonio se realizó por la tenacidad
            imperiosa del joven enamorado, pero duró poco. La muerte se
            llevó a Teresa y Bolívar volvió a quedar huérfano de esos afectos
            más íntimos, más estrechos que los otros afectos de hogar, sabios
            ardides de la naturaleza.
               Podía creerse que su vida estuviera condenada a la sequedad
            individual, apta no más para el combate, para las hecatombes de
            la guerra, para los afanes de la política, para las decepciones y el
            desencanto que engendra el gobierno de los hombres. Le fueron
            casi desconocidas las satisfacciones del cariño filial. Las del amor
            alto y desinteresado. También le fueron negados los pequeños
            y los grandes halagos, los pequeños y los grandes deberes de la
            paternidad. Su posición de superioridad espiritual y política lo
            condenaba también al aislamiento sentimental. Odiado por sus
            enemigos y rivales, adulado por los cortesanos del éxito, a quienes
            servía la grandeza real del objeto de su adulación, y no enga-
            ñado porque su espíritu crítico sabía desentrañar la admiración
            sincera y la adulación falaz, podía temerse que fuera al fin uno de
            esos espíritus resecos en cuyas grandes empresas no halla cabida
            la ternura, que nos imponen el movimiento de sorpresa de lo
            grandioso, que se hacen admirar, pero no inspiran el amor ni la
            simpatía humana. Bolívar, por el contrario, no vuelve la espalda
            a las entrevistas satisfacciones perdidas pronto en su infancia y en


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