Page 239 - Sencillamente Aquiles
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aquiles nazoa


              iba a ocurrirle y cómo le iba a ocurrir. Y uno se pregunta:
              ¿cómo, siendo Cristo el Salvador por antonomasia, el Re-
              dentor del Hombre, el que viene a la tierra para apartar al
              hombre del mal y abrirle la senda del bien hacia el cielo,
              cómo pudo abstenerse de intervenir a tiempo en el destino
              torcido que siguió Judas, Él, cuya misión en este mundo
              fue enderezar el destino de los hombres?
                  Se dice en la Biblia que la Escritura, la Profecía, había
              establecido ya, inexorablemente lo que iba a sucederle en el
              mundo, y se cree que Cristo no podía contravenir en ninguna
              de sus implicaciones lo que le estaba de antemano señalado.
                  Eso no parece ser tan eficaz como elemento de con-
              vicción, porque precisamente una de las prendas de Cristo,
              uno de los motivos que tuvo el mundo de su tiempo para
              ver en Él a un verdadero revolucionario fue, precisamente,
              aquella soltura, aquel desgaire con que propendía a violar
              todas las leyes establecidas.
                  La vieja religión de los hebreos, aquella cuyos cánones
              recibió Moisés en las Tablas de la Ley, señalan, por ejemplo,
              que la mujer incursa en cierto tipo de pecado con respecto
              a su pureza debía ser apedreada, lapidada por la turba, cas-
              tigo barbárico y sanguinario. Cuando le traen a María
              Magdalena perseguida por la multitud que ya alza sus pie-
              dras contra ella, Cristo oyó la acusación que recaía sobre la
              mujer, e inclinado en el suelo, sin levantar la vista y escri-
              biendo con el dedo en el suelo, en esa actitud de reflexión un
              poco irónica, un tanto socarrona, siempre encantadora que
              asumía en ciertas circunstancias, cuando hubo terminado
              el expositor de explicarle el cargo que recaía en la mujer, se
              volvió a la multitud para inquirirle: «El que se encuentre
              sin pecado que arroje la primera piedra». Al extraño influjo
              de estas palabras, las manos que ya se alzaban dispuestas al

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