Page 83 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega


              miedo; el miedo de encontrar a alguien detrás de cada
              puerta que abrías, de abrir un salón y encontrarte con las
              risas y burlas de profesores y alumnos, la rechifla general
              y tú allí, parado estúpidamente en la puerta, confundido,
              vuelto un ocho. Y cuando abrías la puerta y no encontrabas
              a nadie en los salones, sino silencio y silencio, entonces
              te volvía el alma al cuerpo y te entraban unas ganas de
              reír y hasta te dabas el lujo de hacer sesudas disertaciones
              de Historia de Venezuela o de Formación social, moral
              y cívica. Cada salón vacío que ibas descubriendo te
              provocaba un gran alivio y, al mismo tiempo, una inmensa
              nostalgia inenarrable.
                  De pronto me sorprendí dentro de la Dirección. La
              ganzúa no hallaba obstáculo a su paso. Esta era de todas,
              la oficina más lujosa. Alfombras, cuadros, aire conditioned,
              TV, radio, agua fría, espejos casi transparentes y un
              imponente y soberbio escritorio detrás del cual Reyes
              León guarecía su figura ridícula y odiosa de Director; el
              escritorio una verdadera fortaleza que disimulaba todas
              las frustraciones y complejos de Reyes León y daba a su
              personalidad dimensiones que realmente no poseía. Me
              senté nada más y nada menos que en la silla del Di-rec-
              tor, sí señor. Me quedé mirando fijamente, al través de
              los gruesos lentes de los espejuelos, a Maradei que estaba
              allí, sentado frente a mí, diciendo que él no se había
              robado ningún examen de Biología. Yo ni pestañeaba, lo
              miraba nada más. Cuando terminó de decir no sé cuántas
              cosas que ni él mismo se creía, quitándome lentamente
              los culodebotella, le dije: «Estás expulsado, vale, estás
              expulsado». Solté la risa y halé la gaveta (ya Maradei había
              desaparecido y ya yo no era el astigmático Reyes León sino
              Herrera, el eterno mala conducta); ante mis ojos relumbró

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