Page 87 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
cuando oí pasos en el pasillo. Me asomé por la rendija de
la puerta y vi a Reyes León y al jefe de la Seccional Nº
1 que caminaban hacia la Dirección. Era domingo y era
agosto —eran las diez de la mañana— y no sé qué hacían
esos dos en el «Inteligencia» y yo con el 38 de Reyes León
en mi poder. Para completar, no sé de dónde carajo salió
Mendeleiev pero estaba allí, frente a mí, viéndome con su
mirada llena de fórmulas de profesor de química; se apareció
de repente en el laboratorio y me dijo: «Herrera, deme ese
examen y piérdase, piérdase Herrera». Para sorpresa de
Mendeleiev que dijo: «¿Qué vaina es esta?», no sólo le tiré
el examen sobre el escritorio —la condenada prueba llena
de conchas de cambur que iban a poner en las reparaciones
de septiembre (a doce bolos por cabeza)—, sino también
el revólver de Reyes León y salí corriendo hacia la puerta
principal. Detrás de mí salieron Reyes León y el jefe de la
Seccional Nº 1 y más atrás salió Mendeleiev y más atrás el
bedel. Atravesé la pista de atletismo, pasé a millón por la
cancha de basket, salté limpiamente una alambrada y me vi
corriendo a todo lo largo de la Avenida 23 de Enero. Voltié
y ya nadie me seguía pero continué mi carrera desenfrenada,
cada vez más veloz, más veloz. El liceo, atrás, dragón de
mil cabezas, se iba poniendo más chiquito, más chiquito.
Me alejaba de el como se desprende el hidrógeno del agua,
como si nunca lo hubiera conocido ni hubiéramos sido
parte de un todo, de una y la misma realidad. Ahora no me
acompañaban ni Pelagajo, ni Morrocoyloco, ni Maradei ni
nadie: habían pasado los tiempos de alegres compañías. El
liceo, en silencio, seguía decreciendo, yo me alejaba, el liceo,
dragón tragado por el dragón más grande del tiempo y la
distancia, desapareció de repente de mi vista y yo no volví
más nunca a él.
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