Page 55 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
trascendente. El Gato había dejado de relatar sus peripecias,
como si de pronto los espirales hubieran decidido dejar el
diálogo en el aire, guindando de algún gancho atmosférico.
Entre la felina y uno de los muchachos del clan lo
metieron en un cuarto, donde seguramente continuaría
sus exploraciones de La Perinola. Rosita, por su bello lado,
estaba más eufórica que nunca, a lo mejor algo celebraban
en Orión y ella tiraba y tiraba patadas y patadas hasta que
se fue calmando, paulatinamente, a medida que se acercaba
al cero de una cuenta regresiva que sabrá el Yavé de Orión
por qué se puso a desnumerar a estas horas: (… 5…. 4….
3… 2... 1... 0). Ahora sí estaba Rosita en cuerpo, alma y
todo en las mismísimas entrañas de Orión, ya nada la unía
a la fiesta ni a las velas ni a las luces. Ahora venía lo bueno
nuevo, el experimento.
Lo del experimento —valga concederle su mérito—
fue a Gracia a quien se le ocurrió. Un día, al azar, me la
encontré en Sabana Grande y me dijo: «Será de lo más
divino, algo interesantísimo, muérete, la síntesis entre el ser
y el no ser que tanto descocó al pobre Hamlet, la liberación
absoluta, alma y materia». Yo nunca fui escéptico ante
los pasos dados en pro del enriquecimiento del campo
sexual y lo que proponía la felina, de verdad, prometía ser
suigéneris, celestial, definitivamente único.
Por supuesto que el Gato, pese a todo su cuerpo
teórico sobre el amor libre y a sus fanfarronadas de ser
un libre pensador-universal, sin celos ni prejuicios, era
un olímpico celoso que no iba a permitir, y menos a
perdonar nunca, el experimento felina-yo. La Rosita si lo
llegaba tan sólo a vislumbrar en la ventana más remota
de las posibilidades, se moría irremisiblemente. Por dos
poderosas razones Gracia no hacía el experimento con el
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