Page 21 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
planta de los pies por un elemental principio de ósmosis,
mil veces tergiversado en el tercero de bachillerato.
Detrás del excusado estaba el cementerio, un pequeño
cementerio de repuestos inservibles que por lo tanto no
eran repuestos sino restos de repuestos descansando en
su panteón atmosférico, soportando estoicamente los
mordiscos del óxido, sirviendo de escondrijo de algarrobos
y tuqueques que vivían en una permanente afirmación
de cabeza y dando el miedo que dan los cementerios
siderúrgicos.
«¿Qué lugar ocuparé yo aquí, en esta morgue infernal?»,
reflexionaba Santiago con admirable fatalismo, cada vez
que orinaba sobre el camposanto de tuercas desechadas y
no podía evitar que un brusco estremecimiento le cerrara
la inspiración urinaria y le trajera recuerdos de algunas
épocas de la infancia en que también orinaba. A la entrada
del RAMÓN TALLER, ATEN. . . estaba plantado un
limonero estéril, bajo cuya sombra, agria y mezquina,
vegetaba desde tiempos inmemoriales un soberbio perro
peludo que jamás había cruzado con Santiago el menor
tipo de trato. El perro se llamaba Reloj porque cada
cuarto de hora, exactamente, soltaba tres aullidos, tan
precisos que cuando el reloj campanario de la catedral
enmudeció, la gente se guiaba por los aullidos de Reloj:
perro peludo y pretensioso que no trataba a Santiago;
pretensioso sin pelo que no trataba a Reloj. «Este taller
es un sistema de mierda», se quejó entonces Santiago, «un
sistema de mierda hasta que este sol que soy yo mismo se
eclipse para siempre».
Allí notó que de nuevo lo miraba de reojo por la
ranura de su ojo tornillo y una gran aprensión empezó a
desarmarle el alma en decenas de piececitas espirituales e
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