Page 22 - Sábado que nunca llega
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earle herrera


            insufribles. Se sintió Noé ante la inminencia del diluvio
            y se vio atravesar vertiginosamente un tempoducto largo
            y circular hasta una época remotísima, en la que a él
            tocaba seleccionar las familias de llaves tuercas y tornillos
            que serían salvadas del desastre metaluniversal. Pero con
            igual prontitud desanduvo el camino y salió disparado
            hacia un futuro donde las esperanzas tomaban contornos
            concretos y nada en absoluto era mecánico, ni tan siquiera
            la burocracia. Allí él ocupaba un modesto cargo cuya
            primera obligación era sonreír sincera y permanentemente.
            De súbito —infeliz  zarandeado miserablemente en el
            tiempo y en el espacio—, iba de un extremo a otro, de lo
            remoto a lo por venir a través del tempoducto, como un
            péndulo descontrolado y maldito, hasta que por fin paró
            y vio el ojo clavado en su ojo, llave ajustable odiosa y de
            mal agüero que quería gritarle, anunciarle algún desastre
            próximo que fatalmente iba a suceder en el taller.
                Recordó, al presentir el peligro, que en el último
            desastre, acontecido hace como tres años, en un verano
            terco que hacía sudar al hierro, perdió tres dedos de la
            mano izquierda y  el resto de  ánimo profesional que
            le quedaba. En aquel entonces se convenció de que la
            movilidad  vertical  estaba  vedada  para  muchos  —para
            él entre los primeros— y que la Gran Máquina Social
            funcionaba mal porque tenía los engranajes fundamentales
            oxidados; de allí tantos estruendos protestatarios que se
            dejaban escuchar de cuando en cuando como formidables
            golpes de bielas.
                Otra vez era verano y otra vez la llave lo miraba de
            reojo, herrumbrosa y con una especie de odio estupendo.
            Era un verano obstinado, el hierro sudaba copiosamente
            y todos los cuerpos se dilataban como si quisieran huir

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