Page 17 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
Aunque en honor a la verdad, a Santiago nunca le
había agradado nada su profesión, pero no sabía hacer otra
cosa y qué iba a hacer entonces sino resignarse. Nació en un
cuarto que por el sur limitaba con el pequeño, destartalado
y por los siglos igual taller que fue de su padre, de su
abuelo, de su vice, de su tátara y así hasta la génesis más
remota de su generación metetuerca, y que él vendió en
uno de esos momentos en que los mandatos de la vida real
imperan sobre los caprichos memoriales de los muertos.
«Lo siento», fue lo único que dijo cuando decidió vender
el tallercito, en contra del deseo de familiares cercanos y
lejanos que pretendían conservarlo hasta el fin inubicable
de los días.
El primer ruido que violó su infancia fue el chirriar
de una tuerca que no quería acoplarse a un perno aislado,
pero que al fin cedió ante las reiteradas maldiciones de
su padre. Desde entonces le quedó una dentera eterna y
el conocimiento traumático de que la mecánica funciona
a golpes de martillo, teniendo las uñas como yunque y
palanqueada con maldiciones y groserías gritadas con
todas las ganas del mundo y con todas las fuerzas del
alma. Tuerca que no quiere entrar: ¡Maldita-tuerca-del-
infierno! y ya. Igual para los tornillos, pernos, taponeras,
sellos, clavos, barras y todo lo que en un taller es susceptible
de ser metido o sacado.
Santiago comprendió —y la experiencia se lo gritaba a
cada rato— que un taller es un sistema que gira alrededor
de un sol incandescente de violencias física y verbal, que se
aceptan y se rechazan en una suerte de comunión dialéctica.
Esa experiencia auditiva de la tuerca acoplándose al perno
aislado —la primera en su vida— y el olor a aceite quemado
y a grasa de rolinera que desde recién nacido le besa la nariz,
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