Page 16 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
que semejan brazos amputados, tuercas hexagonales
como labios que emiten un silbido largo y sostenido
que se le clava perversamente en los tímpanos, tornillos
sarcásticos que recuerdan el miembro suigéneris del
cochino, más ojos, pinzas de alicates que son escorpiones
color plomo, estrellas niqueladas del mar, vértebras
cobrizas, pelos de acero, intestinos de cauchos good year,
bolas de goma sintética y tuerquitas increíblemente
diminutas que parecen las espinillas del taller y se las
encuentra por todas partes. Todo, todo ha ido tomando
una dimensión biológica que cada día se hace más evidente
y aterradora, a tal extremo que la otra vez vio una llave
de tubo saltar e intentar estrangularlo, mientras el zoo
metálico se llenaba de risas aceradas y alámbricas que se le
metían por todo el cuerpo, convertido de repente en una
caja de resonancia de bronce pulido.
Santiago no le hallaba explicación lógica, normal o
natural a nada de eso y Beatriz le aconsejó que se mandara a
santiguar pero qué va, ese no era un problema de santiguadera,
ni de exorcismo, ni de ninguna otra disciplina esotérica; era
tal vez un caso de parasicología o de sicología pelada, pero
a pesar de las consultas que hizo a especialistas de esas
ramas, siguió sucediéndole lo mismo (el metal lo acosaba),
las llaves lo acorralaban. Su oficio de médico de carros lo
ponía en contacto con todo tipo de automotores: infantes,
jóvenes, adultos y viejos. Para él, un carro era como un
ser humano sin cerebro al cual estaba en obligación de
atender como mecánico que era. Lo de mecánico le venía
de su tátara, de su vice, de su abuelo, de su padre, en fin,
de todos los varones de su familia porque la suya era una
estirpe de mecánicos casi desde la invención de la rueda y
el descubrimiento de la palanca.
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