Page 18 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
junto con todos los altibajos de su adolescencia diluida en
motores de ciento veinte, ciento treinta, ciento cuarenta
HP, más la metamorfosis metalbiológica que desde hace
algún tiempo penetró en el taller trastrocándolo todo,
es lo que ha puesto al cerebro de Santiago a funcionar
como un carburador descompuesto que no purifica las
ideas contaminadas (o polutas) de extrañas reminiscencias
puntiagudas y de visiones concretas que no son visiones,
pues lo del estrangulamiento del otro día no tuvo nada de
visión espectral.
Fue precisamente después de ese incidente con la llave
de tubo de inclinaciones homicidas, que Santiago pensó
si toda la vida se la iba a pasar de mecánico. Sabía que a
Beatriz no le gustaba el olor a mobiloil multigrado que no
dejaba de salirle de las axilas, de los poros, del alma por más
que se estregaba y restregaba, primero con ace y después
con palmolive: era maldad. Ella seguramente preferiría un
hombre que oliera a hombre pero no a diesel, de manos
masculinas pero no callosas y envuelto en lavanda y vetiver.
Pero no eran los gustos de Beatriz lo que le preocupaba a
fin de cuentas: era él mismo, su yo. ¿Qué era él? Nacer en
un charco de estopas y grasas y morir en charco de estopas
y grasas no era vivir la vida, sino más bien (o peor) llevar la
tosca existencia de un cochino metálico.
Justamente, un cochino metálico y no otra cosa era él,
pues al vender el taller de sus antepasados y encontrarse
con que no sabía hacer nada, excepto sacar y meter, aflojar
y apretar, armar y desarmar, tuercas, tornillos y carros,
respectivamente, hubo de buscar trabajo en otra casa
metálica, la de un español que en un autohomenaje propio
del narcisismo más gallego, le arremachó su nombre de
pila al taller:
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