Page 24 - Sábado que nunca llega
P. 24
earle herrera
manotazos absurdos siempre abajo. Era una verdadera
estampida de llaves rebeldes, resentidas y rabiosas que
arrasaban todo a su paso. ¿Dónde estaría ahorita el maldito
dueño de este maldito taller?
Todo pesaba más sobre el cuerpo maltrecho de
Santiago porque todo había crecido por efecto de la
dilatación provocada por el calor ensañado y perverso.
Llaves miserables se agigantaban como globos, no llenos
de aire sino de metal puro y se le hundían en la carne.
Él nunca sospechó que iba a terminar su mecánica vida
convertido en un vulgar contuso. De todos los rincones,
de los lugares más olvidados salían piezas metálicas
disparadas, comandadas por las llaves, que se iban a
estrellar contra su cuerpo como si se tratara de un enorme
imán que las halara con desesperada fuerza. En breve
tiempo el taller se volvió tormentoso escenario donde
las llaves ejecutaban un ballet negro y de muerte. A
Santiago, de súbito, le fue impuesta la noche y luego fue
la bonanza que sigue a la tormenta. Al atardecer, la más
pesada tranquilidad abrazaba al RAMÓN... y todo había
vuelto a su sitio. Puntos de sangre nadaban torpemente
sobre el río de aceite derramado.
(...) En medio de una blancura que jamás había
disfrutado, despertó un viernes con una pierna enyesada
guindando del techo, una careta de adhesivo que ocultaba
el desconcierto de su rostro y una vena plástica que le
salía del antebrazo y subía hasta donde estaba un frasco
lleno de sangre. Una enfermera le limpiaba la caja toráxica
y por primera vez percibía un olor superior al de aceite
quemado: un olor a alcohol, a formol, a hospital, a sangre.
«Carajo —recordó entonces—, el universo me cayó
encima». Ramón lo observaba con cierto reproche y le
14