Page 25 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
dijo que, afortunadamente, no había pasado mayor cosa,
un simple accidente, nada grave y que tan pronto estuviera
bien podía volver al taller.
—¿Quéééééééééé? —creyó él que gritó pero solo fue
un balbuceo, un grotesco movimiento de labios—. No
jodas, españa.
No, Santiago no pensaba volver al mundo de los hierros,
de los ojos terribles, de la conspiración silenciosa y de la
hediondez a oxidación y a grasa y a estopas chamuscadas.
No pensaba volver al alcance de las dentelladas de la
llave inglesa, a las burlas de las tuercas y a las punzadas
intercaladas de los tornillos. No quería volver a esa vida
mecánicamente predestinada, al mundo sudoroso del
hierro subvertido. Pero él no sabía hacer más nada y la sola
idea de verse de nuevo entre las llaves y sus congéneres
empezó a matarlo poco a poco, órgano por órgano, pieza
por pieza.
Ramón y la enfermera lo miraron sorprendidos. Se
empezó a poner horriblemente morado, como si se oxidara
de repente y sin embargo sonreía con una expresión de
gran satisfacción. Un estertor metálico y profundo fue su
última manifestación de inconforme existencia. La acción
de las llaves rebeladas fue definitiva. Los ojos, fijos, grises
como de acero, le quedaron semiabiertos, con una mirada
triste de carro descompuesto.
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