Page 30 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
quebradas, la vieja nevera retorcida, la mitad de un plato
de peltre aquí y allá un pedazo de loza seguramente de
la poceta, todo vuelto triza-pocilga-ruina en medio de la
ancha solitaria sabana serían una apocalíptica visión que
nunca jamás se le borraría de la mente a Caregato, un
tatuaje indeleble en su memoria que se le avivaría aquella
tarde que se puso a leer la Biblia y tropezó con la parábola
de que «no quedará piedra sobre piedra».
A decir verdad, Caregato no recordaba el día exacto
que lo llevaron a La Leona y si sabía que tenía catorce
años era porque se lo habían dicho. Pese a que la maestra
lo llamaba Taparita, había aprendido más o menos a leer,
aunque no entendía los suplementos que botaban los
musiús en el quemador porque estaban en inglés y decía
cuando los hojeaba: «Ahora es que me falta, no juegue»,
y se esforzaba Caregato por entender una sola palabra
y deletreaba y nada y con un raro sentimiento que no
sabía qué era regresaba a su casa cabizbajo, con pena y
nostalgia y se acostaba a dormir hasta las cinco y media
de la mañana cuando sonaba la sirena de la Mene Grande
cortando de un tajo su sueño.
Los primeros días que fueron tan difíciles eran unos
vagos recuerdos. Tendría cinco años Caregato cuando su
mamá lo entregó a sus padrinos porque su padre había
muerto mordido por una cascabel y ella no tendría para
educar a ese muchacho. «Aquí se lo dejo, compadre,
—según sus recuerdos habría dicho su madre antes
de irse—, para que lo haga un hombre de bien jecho y
derecho». ¿Caregato derecho con esas patas cambás, ese
pelo enmarañado y duro, esa barriga que le crecía para
adentro, esas costillas que ya se le salían del cuerpo, esas
manos huesudas que le terminan en esas uñas mugrientas,
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