Page 34 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
con una sola calle como de ciento y pico de metros, un
pueblo prefabricado que enclavaron un día cualquiera en
medio de la Mesa de Guanipa, donde la vida pasa con
una cronométrica rutina que sólo no aburre a Caregato.
Caregato ha enterrado sus raíces en La Leona como un
palo de yuca y capaz es de secarse si lo arrancan de su
medio.
Ahora está allí verde de miedo, encaramado sobre
el chaparro que silba con el viento y cruje de cuando en
cuando amenazando delatarlo. Dentro de poco el sol
calentará inclemente como siempre la sabana sin fin,
se escucharán ruidos lejanos de carros, zumbidos de
mosquitos, timbres de grillos y darán unas ganas enormes
de dormir, el mismo sueño que daba cuando iba para el
quemador pateando perolitos. A estas horas ya se habrán
dado cuenta que no está en casa, la casa nueva que compró
el padrino en la Quinta Carrera Norte de El Tigre con el
bojote de reales que le dieron. Y qué importa eso, nada
le importa que noten su ausencia y guarda miedoso la
china con la que pensaba impedir que destruyeran La
Leona y jura que si fuera un hombre jecho y derecho
no dejaría tumbar las casas. En ese instante termina de
jurar y un espectáculo extraño son para sus ojos los lentos
movimientos con que los operadores van subiendo a las
máquinas, animales enormes que parecen mansitos así
como están. «Vaina jodía una fiera con hambre, Caregato».
La Leona está allí, indiferente de manera inexplicable para
él, como si no supiera que dentro de un rato van a demoler
todas sus casas. Decenas de ideas desesperadas se agolpan
en su cerebro como luces intermitentes: si esos bichos
no prendieran. Si los hombres esos murieran toditos de
repente. Si padrino llegara ahorita, concho, y les dijera que
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