Page 31 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
esos cerotes en el pescuezo y esos ojazos grandotes y
verdes que parecían encajados a juro en esa su carita de
negrito faramallero y por los que todo el mundo lo llama
Caregato? ¿Caregato jecho, allí recostado contra la puerta
de la casa de su padrino, llorando a llanto partido al ver
la figura enclenque de su madre perderse, al final de la
única calle de La Leona, tragada como una tarde reacia
del verano por la ancha sabana de la Mesa de Guanipa
que no tiene fin?
—¡Cómo no, mi comai, yo le haré de Caregato un
hombre jecho y derecho, sí señó! —habría dicho su
padrino y nunca unas palabras le parecieron tan odiosas.
Primero no se movía para ningún sitio. Si su padrino al
partir para el trabajo lo dejaba en la sala, allí lo encontraba
a su regreso; si lo dejaba en la cocina, en la cocina; si en el
patio, en el patio. Pero después empezó a andar detrás de
«Como-tú», el perrito que se cagaba por todas partes para
darle trabajo a Caregato, y un día caminó toda la calle de
La Leona detrás de «Como-tú» y su padrino sonrió al verlo
de regreso. El mismo Caregato no se dio cuenta cuando se
acostumbró a todo y le perdió la pena a la nevera, a los
muebles, al radio, a todas las cosas y entonces se pasaba
horas y horas acariciándolas suavemente con sus manos
tímidas por temor a romperlas y a echarlas a perder. Y a las
cinco y media de la mañana, cuando la sirena de la Mene
Grande interrumpía el canto de los gallos, se paraba de
un salto, corría hasta la ventana de su cuarto y se quedaba
mirando a los obreros sucios de petróleo, con cascos y botas
de puntas durísimas, hasta que el último se metía en el
camión que arrancaba para los taladros, un lugar del que
había oído hablar mucho a su padrino y que quedaría muy
lejos. Pensaba que cuando fuera grande también iría a los
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