Page 109 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
a la mosca en el momento preciso o a su debido tiempo,
todo un rollo para procurarse el alimento. Más allá de la
placa de aluminio que decía: ASCENSORES OVNI, la
otra araña cazando a la otra que cazaba a la mosca para
saltarle encima y hacerle el coito, tramando toda una
estrategia, para asegurar la reproducción de la especie, para
perpetuarse en las arañitas que nacerían luego, y si todo
eso no era vida ¿qué carajos era entonces?, se preguntaba el
párvulo una y otra vez. No se podía joder tanto la paciencia
con Caracas; ni la paciencia ni la ciencia.
Oh ridícula Hiroshima, oh diminuta Nagasaki, ya
no será un hongo de fuego desafiando al cielo, no será
la sombrilla incandescente adornada de brazos mutilados,
de incrédulos ojos sorprendidos, de gargantas atadas por
un solo llanto incinerado, oh no. Será el rayo invisible, la
asfixia universal, toda la sangre de todas las arterias de
todos los hombres convertida en combustible: sangre-
petróleo, sangre-uranio, sangre-H. Oh, el hombre, criatura
imperfecta y desgraciada; oh tú, lector. . .
—Madre, madre, madre mía —balbuceó el español
estrangulando un llanto—, por favor, coño.
Ahí españa se acordó que llevaba un pequeño transistor
japonés en el bolsillo de la chaqueta. Lo sacó, lo prendió y se
lo incrustó inmisericorde en el pabellón de la oreja izquierda
para no escuchar a nadie más. Por Franco, a-nadie-más y
la Gracia Divina. Noescucharmasnuncanada. No volver a
oír a la vieja ascensorista. Ni a la tal Julia del infierno. Ni a
ningún apocalíptico más que se escondiera en La Atalaya
tras un seudónimo hindú. No escuchar sino al radiecito
de pilas. «Para los demás soy la sordera absoluta y hecha
carne, soy», se juró.
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