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La lectura común Lectura para impacientes
Rubén Darío
Poesía
“Antes de nacer ya era poeta”, aseguran sus áulicos, esa mul-
titud de los tiempos del modernismo y el gusto de la rima que lo
aplaudiera todavía cuando su eternidad acusaba serios desgas-
tes. Pero tuvieron razón sus feligreses en atreverse a cometer tal
enormidad: niño-poeta, le decían desde temprano en Metapa, un
villorrio de Nicaragua, donde naciera un día de 1867 que todavía
dura. Ciertamente, la vida y el don del canto se le dieron casi al
unísono. Fue Rubén y fue Darío, indistintamente, en su irresisti-
ble ascensión al endiosamiento, dignidad que lo conserva inco-
rruptible, a pesar de sus cisnes, sus rosales, sus pálidas princesas
de boca de fresa, sus dioses, sus himnos y medallones a países y
señores, porque supo encontrarle una música inoída a nuestro
pedregoso castellano, fiel como fue a Góngora, a Garcilaso, pero
más a Verlaine, y porque tras el decorado decadente y ex profeso [ 453 ]
cosmopolita (“Ser moderno es ser cosmopolita”, aseveró) cobraba
relieve la figura del poeta reflexivo, lúcido, de nuestros días. A
Rubén Darío le debemos el goce sensual de la lengua castellana,
la degustación del ritmo y de la idea que es su almendra. Si el don
del canto fue suyo, su resonancia es propiedad colectiva de His-
panoamérica. Leer y releer la obra, la sonora obra que nos dejara,
bien que confinada hoy a la academia, al recuento, a la antología y
la comparación, promete el deleite verbal de la “púrpura maldita”
y “la libélula vaga de una vaga ilusión”.
Nicolás Maquiavelo
El príncipe
Bien que escrito en 1513 y publicado en 1532, el libro del
“secretario” florentino de la Signoría (la casa Medici, a la que
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