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Guanipa Endenantico


            mi generación y las siguientes, hacía cuatro veces esa ruta y
            ya formaba parte del paisaje guanipense y de unos pueblos

            con incipientes sueños de pequeñas ciudades. Al fin y al cabo,
            tenían algo: petróleo. Y, sobre todo, soñadores.

                  Los burros eran dos, uno amarillo y el otro verde. Por

            el sistema de chuto y remolque, los pasajeros no tenían nin-
            gún contacto con los chóferes. Los estudiantes imponían en
            el trayecto la disciplina o el desorden. Las épocas del año de-
            terminaban el ambiente camión o bus adentro. En los días

            decembrinos, estallaban los cuatros, furrucos y maracas, entre
            gaitas, villancicos y aguinaldos. Un alumno de excepción que
            no viajaba allí porque vivía en El Tigre, Gualberto Ibarreto,
            nos recomendaba algo “que no debe de faltar” y no faltaba. La

            Mesa de Guanipa,era una fiesta rodante.

                  En carnaval, cambiaban los instrumentos y aparecían
            los still bands, bajo la batuta de Paúl Tineo y otros virtuosos

            del acero y el sonido. Gaitas y aguinaldos cedían paso al calipso.
            Volaban las bombas con agua y sobre aquella plataforma rodan-
            te, los uniformes mojados y los cuerpos húmedos desafiaban el
            calor del mediodía o el atardecer al ritmo del “Callao To Night”

            y “Guasipati tomorrow night”. El Liceo Briceño Méndez, que me
            perdonen Hemingway y París, era una fiesta.

                  Cercanos los días julio, mes de exámenes finales y ju-

            rados cejijuntos, el ambiente daba un brusco giro “Burros”
            adentro. El silencio adolescente era impresionante. Los sa-
            ludos, rápidos y cortos. “Hola”. “Qué tal”. Se hablaba en voz


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