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Guanipa Endenantico


            vaya a ser cosa que. Una de sus preguntas me permitió salir del
            tema de la concentración y la caravana que yo aprobé con 14

            y él raspó con 07 y hablarle del liceo donde estudié. El primer
            día que llegué a clase, como todo un lanudo –así nos decían a
            los nuevos–, no hubo clase. La fachada del Briceño Méndez,
            una vieja casona ubicada en la primera carrera norte, estaba

            cubierta en su parte superior por una enorme pancarta que de-
            cía: ¡LICEO SÍ, CUCHITRIL NO!, con signos de admiración y
            todo. Para empezar, aunque lo suponía, yo no sabía que quería
            decir “cuchitril”, pese a haber sido un brillante alumno en toda

            la primaria. Fue después que me descompuse, o como decía
            una vecina Testigo de Jehová, “se echó a perder ese muchacho”,
            con el rollo ese de la adolescencia y un amor precoz que me
            hizo conocer un despecho prematuro combinado con música

            mexicana, lo cual es una mezcla insufriblemente peligrosa que
            no se la deseo a nadie.

                  Aquella pancarta y haber salido a marchar y protestar

            mi primer día como liceísta definieron mi vida política. Ya
            no dejaría de marchar más nunca. El Liceo Briceño Méndez
            me enseñó tantas cosas, desde la jardinería porque nosotros
            no esperábamos que el Concejo Municipal  sembrara y regara

            nuestras plantas y flores, hasta la elaboración de cocteles mo-
            lotov, una actividad extra cátedra que obviamente no estaba
            en el programa autorizado por el Ministerio de Educación,
            pero para la que sobraban profesores que querían enseñar y

            alumnos que queríamos aprender, en una época en que a la




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