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Guanipa Endenantico
morichales, le respondí que la sabana. “Ajá –dijo– por ahí na-
ciste tú, ¿no?”. “Sí, comandante”. Luego inquirió sonreído: “¿Y
por ahí había burras?” La respuesta fue inmediata: “Sí, pero yo
andaba jugando fútbol”. Desde el camión, le mostré el camino
culebrero hacia San Tomé, al lado de la carretera, por donde
se abre un desfiladero de farallones de tierra rojiza. Sobre el
suelo arenoso de esos precipicios, de niño seguía las huellas de
mi tío Juan Ramón, quien convertía árboles muertos en sillas,
mesas, tinajeros y aguamaniles. De oficio carpintero, colega del
esposo de la Virgen María, como solía presentarse, todos los
días iba a “El Quemador”, así llamado el basurero o llenadero
al aire libre de la Mene Grande Oil Company y los vecinos de
San Tomé. Allí, tío Juan Ramón tomaba las cajas de embalaje
de maquinarias y artículos de línea blanca, para hacer con
esa madera sus artesanías y obras de carpintería, salidas de
aquellas manos rudas y sutiles, ásperas y artísticas, golpeadas
y creadoras. Manos como las de un mago que hacía su función
para mí solo en medio de la nada, bajo la mezquina sombra
de un chaparro que fungía de taller solar porque desde allí
veíamos ponerse el sol de los venados.
Chávez preguntaba por los fundadores, por las jorna-
das de los hombres del petróleo y sus condiciones de trabajo.
Preguntaba por la división de Campo Norte y Campo Sur de
San Tomé y la borrosa figura de los guachimanes. Al pasar cer-
ca de donde estuvo la parada de la compañía, hoy la plazoleta
donde se erige la india Guanipa, quiso saber a qué hora sonaba
la sirena que taladraba el despuntar de la mañana de todo el
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