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Guanipa Endenantico


            Maradei en la oficina del Director. Aquella vez expulsaron a
            todo el cuarto año por un mes y a Gustavo, a Morrocoyloco,

            a Pelagajo y a Maradei les cancharon dos semanas más. Yo
            me salvé porque la profesora de Castellano y Literatura, que
            estaba enamorada de mí en un hermético e innecesario silen-
            cio, me defendió a capa y espada en el Consejo de Profesores.

            “¿Silva? –argumentó ella con esa su vocecita que descomponía
            a profesores y alumnos y traía de cabeza a todo el personal
            masculino del ´Inteligencia´– pero si ese es mi mejor alumno
            (piadosa mentira) y escribe unos versos que ya les digo”. El

            frío Consejo se destempló con sus líricos argumentos en mi
            pro. Cuando los muchachos se enteraron de que mi pena sería
            menor que la de ellos, regaron una infamia por todo el liceo:
            “Cabrón es cabrón”.


                  Me sacudí los pantalones, me froté las manos, me hu-
            medecí los labios con la lengua y caminé hacia el enigmático
            edificio, viejo amigo que nos enseñó a fumar son toser y cóm-

            plice de muchas acciones clandestinas. Atravesé la pista del
            atletismo donde yo había batido a más de un pedante en las
            carreras de medio fondo, porque lo mío era el maratón o las
            pruebas de resistencia, y donde habíamos hecho interminables

            caimaneras de beisbol y fútbol; saludé con un gesto grosero
            y cariñoso –dos dedos engarruñados y uno al aire– la cancha
            de voleibol (¡Cómo mateaba aquel desgraciado al que todo
            el mundo llamaba Paraulata!). Llegue a la puerta trasera del

            liceo y saqué la ganzúa. La metí. Una vuelta, otra, ahora a la




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