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Earle Herrera














            DETRÁS DE CADA PUERTA EL SILENCIO


            Aproveché que era domingo para colarme al interior del li-

            ceo, brincando la alambrada. Me sentía triste y nervioso, sa-
            bía que iba a descubrir unas cuantas cosas, que el liceo me
            revelaría muchos secretos, sabía que me iba a contar de su so-
            ledad. Un liceo, un domingo, en tiempo de vacaciones, tiene
            que ser algo sobrecogedor. Todo el mundo se debe preguntar

            dónde se mete la bulla al irse los estudiantes y se debe pre-
            guntar por qué el silencio no puede profanar al liceo vacío.
            Era una mañana de agosto, húmeda, violácea, silenciosa, que

            todavía guardaba el olor a examen final, ese olor impreciso
            que hace que los miembros del jurado examinador parez-
            can seres lejanos, de ojos fijos, voz grave, seres casi mágicos
            y terríficos. Olía a prueba oral y a miedo, a pregunta rara y
            mal intencionada que uno nunca ha leído en ninguna parte

            y cuya respuesta se encuentra en un solo sitio: en lo más pro-
            fundo, en lo más recóndito del cerebro del jurado. Olía así y
            yo sentía lo agrio en la garganta. Olía a julio.


                  Salté y los guachicones sobre la grama produjeron
            un ruido fofo, como cuando una gelatina cae al suelo, pero
            a mí me pareció el estallido del tumbarrancho metido por


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