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Earle Herrera


            izquierda mientras empujas con la rodilla, fuerzas un poquito
            y ya, listo, cuántas veces no he abierto yo esta puerta.


                  Y se abrió, sésamo metálico. Frente a mí se dibujó el
            pasillo central, utilizado como auditorio en las graduacio-
            nes y actos culturales, amplio, anchísimo, vacío y desafiante.

            Confieso, para qué negarlo, que me impresionó enormemente.
            No había papeles en el suelo, no había nadie corriendo por allí,
            nadie tiraba con una liguita papelitos doblados, desde ningu-
            na parte caían aviones de papel. El vacío era extraordinario,

            abrumador y envolvente, ¿quién no iba a sentir miedo? Pero
            me metí en él. Me paré en medio del pasillo, vi hacia todos
            lados y hacia ninguna parte en especial, me acordé de Lesbia,
            la vi, gordita y rosadita, con sus libros bajo el brazo, la mejor

            del curso, la menos inteligente, la vi que me miraba repro-
            chándome algo indebido que yo acababa de hacer. Le saqué
            la lengua y creo que grité: ¡pendejota! Ella calló porque sabía
            que si no, cambiaba de novia, si es que no se me adelantaba.

            Todo aquello me aplastó.

                  Yo iba a buscar el examen de química, pero mejor
            aprovechaba y recorría todo el liceo, lo conocía de verdad, lo

            escudriñaba todo. ¿A dónde ir primero?, ah, carajo, a dónde
            más, al baño de las mujeres, claro, a ver si es igual al de los
            varones. Subí al primer piso y torcí a la izquierda otra vez a la
            izquierda y ya me empezaba a pegar el olor a baño de mujer.

            Me detuve enfrente, miré con cierta nostalgia el letrero que
            decía “damas”, empujé imaginando infinitas mujeres orinando,



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