Page 79 - El cantar del Catatumbo
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Qué podía hacer cualquier intento civilizatorio contra
            la imprecisión magnífica que disolvía a una criatura en
            otra, a un muerto en un dios, a un dios en una piedra,
            incontenibles.
               Pero los hombres todavía creen que pueden apartarse
            de esa combustión. La subsistencia y la soberbia de creerse
            aparte —son creyentes porque no duran— les hizo trazar
            campos rigurosos, metódicamente ficticios donde hacer
            memoria de su extinción.
               Saben que la selva los deja hacer mientras ella crece,
            interminable, de devorar sus criaturas. No se libra ni una,
            solo ella, entera, —si es que la dejan— puede salvarse.
               Instantáneos y a la vez antiguos, los hombres suelen
            reconocerse y reunirse. Como el fractal de la hoja que
            dentro de la hoja persiste, invisible.
               Se parecen, solo se parecen. Pero mientras tarde la
            desaparición creen que creen. Un día el tiempo los reúne.
            Y se miran y se eligen. Y en el hijo que les nace se miran
            y se sueñan iguales. Pero, como a los árboles, las ramas
            que sostienen los han abandonado. Todo es cuestión de
            presente. Se unen para no irse, se arraigan para recordarse.
               Estas casi imperceptibles, intocables, comunidades
            guardan en su lenguaje una palabra para cada una de
            las llaves que abren las puertas de ese mundo tan veraz
            como inasible donde ven irse la vida.
               La época, sin embargo, los ha puesto de frente a otra
            realidad. Y hay que hacerse a la tarea. Poner los pies en
            la tierra que son ellos mismos y no les pertenece.


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