Page 81 - El cantar del Catatumbo
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El Orinoco nos volvía a llevar con el atardecer que lo
            ensangrentaba hasta la noche donde la selva acampaba
            como otro firmamento mudo bajo las estrellas.
               En Aguarabisi nos alojamos en la casa generosa de
            don Francisco Volcane, donde el río habla solo, como
            si se desconociera. Allí conocí a Luis Acosta, un artista
            que desde hace años pinta los paisajes del Orinoco. Él
            me contó mucho de los trasmundos del río. De sus apa-
            riciones y leyendas.
               Después de otra jornada de navegación distribuyendo
            libros (a ese punto yo ya me quería inscribir como ca-
            pitán de la Librería Flotante del Orinoco), atracamos
            en Guayo, un poblado al que se llega entre los saludos
            adormilados de los waraos que cuelgan como frutos en
            los chinchorros y donde se centra parte de la magnífica
            cestería de la zona. Nos alojamos en casa de don Aníbal
            Millán quien vio cómo estragaba yo su provisión de an-
            zuelos tratando de demostrar, infructuosamente, mis
            menguadas dotes de pescador.
               Terminada la travesía arribamos a Curiapo, el pueblo
            más importante de la región. Desde allí a Morajana y
            Curiaca desde donde se puede ir a la Guayana, Guyana y
            Surinam. Una larga acera flanqueada por el liviano caserío
            y algunos comercios lo recorre en ambas orillas del río.
            Tiene algo extremo como de cobijo de viejos aventureros,
            con la intemperie bandolera de los pueblos de frontera.
               Atrás quedaba el Orinoco, legendario. Volvería a verlo
            años después.


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