Page 83 - El cantar del Catatumbo
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que ha silenciado a los otros pasajeros. Un hombre,
duerme abrazado a su cuatro como si no quisiera que
se le vaya la noche que lo ha amanecido. A mis pies, en
una caja de cuatro colores, rígidos y mudos, cuatro gallos
de riña navegan, sin saber, hacia la muerte o la victoria.
Desembarcamos en Maricuaro donde nos esperan,
cordiales, Eloy Bermúdez, Modesto Gómez y Manuel
Meneses junto a jóvenes poetas de la zona.
En el paisaje manda el yaque, primo hermano del
algarrobo, arañando el viento y los camagüeyes, verdes
como serpientes, junto a un mar blanco, casi difunto
por la sal, tanteando, como un ciego, la costa.
Y llegamos a Araya, a una posada donde en una
sola milagrería se desarman los colores en una jaula de
cotorras y se petrifican en la Virgen del Agua Santa y
la constelada Virgen de la Rosa Mística.
En Haria, así se escribía originariamente, de la que ya
se tenían noticias en el tercer viaje de Colón, pernoctó
Humboldt. La describe desolada junto a las ruinas de
una iglesia y unas pocas chozas habitadas por indios y
negros, donde campeaban cabras hermosas y también
la víbora cascabel y los jaguares. Su nombre en lengua
guaiquerí significa “punta de tierra que sobresale”.
Una inquietante desolación se extiende en sus már-
genes, donde los pobladores dejaban dulces en las piedras
para que comieran los duendes. “A ellos les gustan —nos
cuentan— de ese modo no nos espantan”.
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