Page 78 - El cantar del Catatumbo
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llegaban, apenitas, a la umbría. Había dentro una batalla:
donde la ceiba reinaba, se acobardaban los helechos. Y
combatían por llegar el universo pequeño con la inso-
lencia distante del gran universo.
Todas las latitudes temblaban ocultas en las mínimas
criaturas: en las arañas que tejían sus constelaciones, en
el pájaro, como una esquirla de las estrellas muertas, en
las garzas en las que pasa, lejano, el tiempo.
El río iba recordando todo.
Lo que en el Orinoco sucedía era muerte que seguía
sucediendo. La selva crecía herida de porvenir, como
una adolescente. Y sufría su belleza carnívora. Y cantaba,
creyente, bajo la insolación.
No se movía ese inmenso movimiento. No se movía
de su lugar peregrino. Donde se iba era la misma, volvía,
tanteando, sin alcanzar el cuerpo que había perdido, igual
que esos hombres a los que no los deja vivir en paz su
propio muerto.
El río tenía la culpa. El río tenía el espejo. La selva
vivía simultánea con su propio paraíso. Sesembraba sin
saber quién era. Se ajusticiaba, sintiéndose enorme y sin
haberse visto. Como una bestia que tuviera de cuerpo
su perfume y su extensión en el sonido.
Qué más iba a ser el hombre en esa combustión que
no sea sombra furtiva o sentido convicto. Cómo ser solo
uno en ese mundo donde la multiplicidad le arrancaba
la persona y la apariencia, donde todo era semejanza
pordioseando semejanza.
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