Page 123 - El cantar del Catatumbo
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comen”, le digo. “Es que no tengo perfil”, me responde,
atribulado, Leonardo.
Guadarrama, donde nació Adelhy, es un caserío
exiguo, clarito y suave. En la plaza umbrosa leemos
poemas suyos y Giondelis maravilla a los niños que
ríen con sus relatos. Después bailan joropos, serios, bien
serios, como buenos llaneros.
Junto a la plaza se levanta la iglesia de Santo Tomás,
de quien dicen que crece cuando lo sacan en procesión.
Crece y no entra a la iglesia si no lo hacen dar otra vuelta.
Recién entonces se conforma, se achica y así lo pueden
meter en el templo.
Tras almorzar en una de las casas de las esforzadas
maestras de Guadarrama, regresamos a Arizmendi. En
sus alrededores me dice Juan Antonio Gámez (más
conocido como El Gavilán del Rizero), que al hun-
dirse un tractor en la sabana del hato se encontraron
armas de la independencia. Y es que la historia está viva
en Arizmendi. Como ese jinete que pasa levantando
polvo, el galope antiguo, montado sobre un caballo
del porvenir.
De vuelta a Barinas el llano se lanza entre esteros,
morichales, caballadas distraídas bajo el adiós de las
garzas. Luego de una sucesión de pequeñas fincas nos
topamos al río Cojedes que ambula mudo su cobre
terroso. A partir de ahí el llano se ondula de serranías,
entre campos abiertos con árboles feudales y coposos.
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