Page 94 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
y conjeturas. El encontronazo de la puerta con el suelo
provocaba un sensible temblor de tierra que a todo San
José le entraba por la planta de los pies. A las ocho y
media en punto la gente se estremecía aunque no quisiera.
Por las calles, por las aceras, por los árboles, por la noche,
se deslizaba una sola frase enigmática, trémula, sulfurosa,
que salía apagada de cada garganta temerosa: «Cerró el
italiano, Dios nos coja confesados». Y en muchos hogares,
muchas velas iluminaban el miedo y la incertidumbre.
La familia que vivía en frente del abasto, ya como un
rito, a la hora que Pietro iba a cerrar, se aglomeraba
detrás de la ventana, empujándose unos a otros para ver
mejor por la rendija cómo bajaba la puerta el italiano
o portugués o híbrido. Desde que daban las ocho de la
noche, Pietro empezaba a ver el reloj y a ver la puerta,
intermitentemente. A las ocho y cuarto, como nervioso,
recorría el mostrador de extremo a extremo, dando
golpecitos sobre las tablas a intervalos iguales como
contando los minutos. En determinado momento detenía
el paseo, se frotaba las manos ávidamente y salía del
mostrador. Parado en todo el medio de la entrada, firme,
parecía decir: «ya van a ver, ya van a ver». Y levantando las
manos con rabia inexplicable y absurda, sujetaba la puerta
de hierro y, seguidamente, la halaba con gozosa violencia,
provocando la nefasta comunión de ruidos y chillidos que
se le metía a San José hasta los tuétanos, subvirtiéndole
el alma. La familia de en frente, antes de que la puerta de
hierro borrara totalmente la figura de Pietro, alcanzaba a
notarle una sonrisa amargada que dejaba al descubierto
un hueco bordeado de carne rosada, donde alguna vez
estuvieron tres dientes.
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