Page 76 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
Castellano y Literatura, que estaba enamorada de mí
en un hermético e innecesario silencio, me defendió a
capa y espada en el Consejo de Profesores. «¿Herrera?
—argumentó ella con esa su vocesita que descomponía
a profesores y alumnos y traía de cabeza a todo el
personal masculino del “Inteligencia”— pero si ese es mi
mejor alumno (piadosa mentira) y escribe unos versos
que ya les digo». El frío Consejo se destempló con sus
líricos argumentos en mi pro. Cuando los muchachos se
enteraron que mi pena sería menor que la de ellos, regaron
una infamia por todo el liceo: «cabrón es cabrón».
Me sacudí los pantalones, me froté las manos, me
humedecí los labios con la lengua y caminé hacia el
enigmático edificio, viejo amigo que nos enseñó a fumar
sin toser y cómplice de muchas acciones clandestinas.
Atravesé la pista de atletismo donde yo había batido a más
de un pedante en las carreras de medio fondo, porque lo
mío era el maratón o las pruebas de resistencia, y donde
habíamos hecho interminables caimaneras de béisbol y
fútbol; saludé con un gesto grosero y cariñoso —dos dedos
engarruñados y uno al aire— la cancha de volibol (¡Cómo
mateaba aquel desgraciado al que todo el mundo llamaba
Paraulata!). Llegué a la puerta trasera del liceo y saqué
la ganzúa. La metí. Una vuelta, otra, ahora a la izquierda
mientras empujas con la rodilla, fuerzas un poquito y ya,
listo, cuántas veces no he abierto yo esta puerta.
La puerta se abrió. Frente a mí se dibujó el pasillo
central, utilizado como auditorio en las graduaciones y actos
culturales, amplio, anchísimo, vacío y desafiante. Confieso,
para qué negarlo, que me impresionó enormemente.
No había papeles en el suelo, no había nadie corriendo
por allí, nadie tiraba con una liguita papelitos doblados,
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