Page 75 - Sábado que nunca llega
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Aproveché que era domingo para colarme al interior del
              liceo, brincando la alambrada. Me sentía triste y nervioso,
              sabía que iba a descubrir unas cuantas cosas, que el
              liceo me revelaría muchos secretos, sabía que me iba a
              contar de su soledad. Un liceo, un domingo, en tiempo
              de vacaciones, tiene que ser algo sobrecogedor. Todo el
              mundo se debe preguntar dónde se mete la bulla al irse
              los estudiantes y se debe preguntar por qué el silencio no
              puede profanar al liceo vacío. Era una mañana de agosto,
              húmeda, violácea, silenciosa, que todavía guardaba el
              olor a examen final, ese olor impreciso que hace que los
              miembros del jurado examinador parezcan seres lejanos,
              de ojos fijos, voz grave, seres casi mágicos. Olía a prueba
              oral y a miedo, a pregunta rara y mal intencionada que
              uno nunca ha leído en ninguna parte y cuya respuesta se
              encuentra en un solo sitio: en lo más profundo, en lo más
              recóndito del cerebro del jurado. Olía así y yo sentía lo
              amargo en la garganta.
                  Salté y los mocasines sobre la grama produjeron
              un ruido bofo, como cuando una gelatina cae al suelo,
              pero a mí me pareció el ruido del tumbarrancho metido
              por Maradei en la oficina del Director. Aquella vez
              expulsaron a todo el cuarto año por un mes y a Gustavo,
              a Morrocoyloco, a Pelagajo y a Maradei  les cancharon
              dos semanas más.  Yo me salvé porque la profesora de

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