Page 128 - Sábado que nunca llega
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earle herrera
ciudades desconocidas del mundo, por todas partes, Noel
manejando con su veteranía de chofer de sueños.
Ahora el abuelo está frente al carrito rojo, bajo el sol
asqueado que seca y reseca los gusanos sobre la carne
podrida, y se imaginaba a Noel deshaciendo carreteras
con su carrito de plástico. A su alrededor todas las especies
de alimañas entran y salen por los infinitos intersticios
de Ojo de Agua, en un festín de seres repugnantes que
se regodean en su reino de pudrición. Una nube pasa, le
tapa la nariz al sol y el viento se vuelve y se revuelve con
náuseas. Allí: una vieja desgarbada, con las tetas cansadas,
metiendo la diestra en un pote de macarrones piches,
que parecen tener vida y se le engarzan en los dedos. Al
lado: un niño de diez años —poco más, poco menos—,
hundido hasta la cintura en trapos orinados y esperanzas
caducas, que busca una franela, una camisa o cualquier
cosa que sirva para amortiguar el frío de diciembre, en
medio de un remolino de moscas que no cesan de reír.
Allá: un hombre pestífero a licor, adelantado al tiempo
por el ron, huele un pan que está totalmente recubierto de
una capa verdibabosa e impregnado de un hedor a basura,
a cucaracha muerta; el hombre que se lleva un pedazo a
la boca y comprueba que tiene un sabor ácido pero de
ninguna manera repugnante. En eso, un zamuro que baja
del sol, baja y baja, le arranca un trozo de pan y se aleja
dando aletazos que suenan como golpes de pecho de un
general de la guerra larga. El borracho sigue engullendo su
pan sucio, su pan untado de musgo, su pan doloroso y de
Ojo de Agua como si nada. Por allá: otra mujer, otro niño,
otro borracho, otra mujer, otro niño y otro. Cucarachas
que huyen de la nada con su antediluviana manía
persecutoria, dejando por donde pasan pelitos de sus
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