Page 127 - Sábado que nunca llega
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sábado que nunca llega
enorme llaga en la piel de la tierra, una lepra supurante en
la nalga blanquecina de Caracas, un gargajo del infierno.
Noel le vino a la memoria cuando descubrió el carrito
plástico asomado por entre el pequeño promontorio de
trapos viejos y húmedos. Recordó entonces cómo tenía
que estar despegándolo de las vidrieras durante sus paseos
sabatinos por la ciudad. Noel se pegaba como una estampilla
a los vidrios de los escaparates comerciales y los empañaba
con sus sueños y se hacía dueño de todos los juguetes con
los ojos y con la esperanza de que llegara el sábado que
nunca llegaba. Él lo jalaba fuerte, casi lo arrastraba y en
las vidrieras quedaban agrandados los ojos inventores de
sueños de Noel. Por la noche, el cuerpo del nieto andaba
como sonámbulo por toda la casa porque el pensamiento
y los sueños y la imaginación se habían quedado abajo,
en la ciudad, enmarañados entre un montón de muñecos
imposibles, trenes eléctricos, yoyos y perinolas. Perinolas de
verdad, Noel.
«¡Que te vayas a acostar, muchacho del carajo!»—Es
que yo quiero el carrito rojo, abuelo—. «Está bien, pues, el
sábado te lo compro».
Y Noel se iba a acostar para soñar toda la noche con
el sábado que nunca llegaba que todo es un cuento del
abuelo, que tan viejo y metiendo embuste. El sábado le
amarraría una cabuya al carrito rojo y andaría por todo
el cerro cargando tierra, haciendo remolques, renovando
contratos y echando gasolina en las estaciones que
atienden hombres vestidos de rojo. Por fin se terminaría
su tiempo de jugador de metras para ascender a una
categoría superior en la escala de su ocio infantil. Después
vendría el encendido del motor con la boca: runnnnn,
run runnnn, runnnnn y a viajar se ha dicho por todas las
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