Page 64 - La Campaña de Quito
P. 64

Felipe de la Barra                                               63


               La orden que imparte el comando al jefe de la caballería para
          perseguir a la realista, es asimismo oportuna y a su vez cumplida con
          máxima rapidez dentro de los obstáculos del tiempo y lugar.
               Como una acción de guerra no se juzga simplemente por los re-
          sultados obtenidos sino por las formas que guiaron su conducción,
          existe en el último período de la batalla una cuestión que precisa
          estudiar.
               Cuando los infantes enemigos ceden el terreno, dirigiéndose en
          su mayor parte al fuerte Panecillo, donde se encierran, el general de-
          tiene sus tropas victoriosas a las inmediaciones de la ciudad y manda
          intimar rendición al presidente Aymerich. Es cierto que Sucre, como
          cualquier comandante en su lugar, podía abrigar la certeza que los
          soldados realistas que habían abandonado el campo de batalla des-
          moralizados, no intentarían una última resistencia, ni que tampoco
          lo ordenarían el general Aymerich o el coronel López que hasta ese
          momento habían dado, también, muestras tangibles de su quebran-
          tamiento moral; pero tal consideración, en realidad presumida, no
          era admisible para fundamentar en términos absolutos, como pare-
          ce, la resolución tomada de hacer alto en los lindes de la ciudad.
               La guerra tiene por fin la batalla y esta la destrucción de las fuer-
          zas vivas del adversario. Ahora bien, ¿estaba destruido el ejército
          realista? Virtualmente, no. Es verdad que había sufrido fuertes pér-
          didas materiales y luego cedido el campo de la lucha al empuje del
          enemigo, lo que prueba que su moral estaba abatida; y aunque las
          fuerzas morales están por sobre las materiales, constituyendo, como
          había expresado Napoleón, “las tres cuartas partes de la guerra”, ¿no
          podía ocurrir que un jefe, algunos oficiales o un grupo de soldados
          tocados en su dignidad y orgullo de raza por el mismo sentimiento
          de la derrota (¡eran en su mayor parte españoles!), o impelidos por
          el cumplimiento de un último deber, se irguiesen de súbito restable-
          ciendo la moral del conjunto y decidiendo, por lo tanto, la resisten-
          cia o por lo menos a vender caras sus vidas?
               No tiene nada de improbable esta presunción dado el campo
          especulativo en que es posible tratarla.
   59   60   61   62   63   64   65   66   67   68   69